20 Admirable de todo punto y digna de glorioso recuerdo fue aquella
madre que, al ver morir a sus siete hijos en el espacio de un solo día, sufría
con valor porque tenía la esperanza puesta en el Señor.
21 Animaba a cada uno de ellos en su lenguaje patrio y, llena de
generosos sentimientos y estimulando con ardor varonil sus reflexiones de
mujer, les decía:
22 «Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os
regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada
uno.
23 Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su
nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu
y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a
causa de sus leyes.»
24 Antíoco creía que se le despreciaba a él y sospechaba que eran
palabras injuriosas. Mientras el menor seguía con vida, no sólo trataba de
ganarle con palabras, sino hasta con juramentos le prometía hacerle rico y
muy feliz, con tal de que abandonara las tradiciones de sus padres; le haría
su amigo y le confiaría altos cargos.
25 Pero como el muchacho no le hacía ningún caso, el rey llamó a la
madre y la invitó a que aconsejara al adolescente para salvar su vida.
26 Tras de instarle él varias veces, ella aceptó el persuadir a su hijo.
27 Se inclinó sobre él y burlándose del cruel tirano, le dijo en
su
lengua patria: «Hijo, ten compasión de mí que te llevé en el seno por nueve
meses, te amamanté por tres años, te crié y te eduqué hasta la
edad que
tienes (y te alimenté).